viernes, 1 de noviembre de 2013

Gringo

Francisco respiró hondo y levantó la vista para ver de qué se trataba lo que le ofrecía su, hasta entonces, empleador.
-Gringo, creeme que lo siento mucho, pero tengo a toda la cana encima, si se llegan a enterar que tengo a un indocumentado  laburando para mi vamos presos los dos. Pensá que lo hago por tu bien y el de tu familia. Esto no es mucho pero te va a servir para que empieces algo.
“Esto” era un sobre con unos cuantos billetes adentro. Francisco lo agarró. Tenía un nudo en la garganta, su corazón estaba más acelerado que de costumbre, pero sabía que su muralla protectora no se podía derrumbar en ese momento. Se puso de pie, extendió la mando para saludar a don Osvaldo y con toda la fuerza y la tranquilidad de la que fue capaz dijo:
-Grazie
-Gracias a vos gringo, por ser de tanta ayuda. Si en algún momento vos o Rosa llegan a necesitar algo, no dudes en buscarme.
“Lo que necesito es seguir trabajando, más que nunca”, quiso decirle, pero se limitó a asentir y después de un “Buona sera” bien marcado dio media vuelta y salió.
El trabajo de ayudante en el almacén de ramos generales había sido lo primero que consiguió cuando llegó al país, hacía más o menos tres años. Como tantos otros, se había infiltrado en la tripulación del Giulio Cesare, un gigantesco buque mercante que atracó en el puerto de Santa Fe trayendo manufacturas y algún que otro sueño de progreso. Su padre había querido salvarlo del próximo enrolamiento, una guerra había dejado en ruinas a su país y se estaba reclutando un nuevo ejército. Francisco, aterrado, había dicho que prefería quedarse y luchar por su país si era necesario, pero no quería subir a ese barco. ¿Qué era América? ¿Dónde quedaba? Insistió con su padre para que lo dejara quedarse, argumentó lo bien que estaba yendo el negocio familiar desde que él estaba al frente y lo feliz que estaba de hacer algo productivo para su familia, no podía permitir que ese negocio que alimentaba a tanta gente se viniera abajo, pero don Salvador le dijo, como tantas otras veces:
-Dio, se chiude una porta, apre un portone
Y sin demasiadas vueltas salieron rumbo al puerto de Mondello, donde un marinero lo esperaba con un bolso y un uniforme que había robado para él.
Con lágrimas en los ojos y un abrazo que pareció eterno, Francisco abordaba el barco que lo llevaría hacia su futuro. Cuando el Giulio Cesare comenzó a moverse,  los marineros se acercaron a la baranda como era su costumbre para saludar y Francisco se acercó también para ver a su padre una vez más. Pero al verlo, no pudo contenerse más y rompió en llanto. “¿Qué voy a hacer sin vos, papá?” quiso gritarle, pero sabía que tenía que aparentar ser un marinero avezado. Sin embargo su padre, como adivinando su pensamiento, le gritó:
-¡D’amore non si muore! - y mientras el barco se movía y comenzaba a alejarse, él continuaba gritando - ¡D’amore non si muore! ¡D’amore non si muore! – Y Francisco se prometió que el amor por su padre y por su patria sería lo que lo mantuviera vivo.
Don Osvaldo lo había encontrado comiendo un pedazo de pan, sentado en un banco del muelle, con la mirada perdida en la inmensidad de un mundo nuevo. A media lengua y como pudieron ambos se hicieron entender y Francisco terminó yéndose a trabajar al almacén de ramos generales de don Osvaldo.
Al principio ambos tuvieron una gran lucha con el idioma, pero de alguna forma siempre lograban entenderse y poco a poco fueron aprendiendo algunas palabras de la lengua del otro y también sobre sus vidas.
Francisco resultó ser un hombre demasiado trabajador, quizás buscaba mantenerse ocupado para no pensar en todo lo que había dejado atrás, su padre, su tierra, su mar… ese mar verde que lo había visto crecer en las costas de “la Sicilia”, como él la llamaba, y que había traído guardado en sus ojos.
A los pocos meses de trabajo conoció a Rosa, una empleada doméstica que hacía sus mandados en el almacén de don Osvaldo. No pasó mucho tiempo hasta que comenzaron a entenderse, el con su precario español manchado, ella que con cariño lo ayudaba a expresarse. Después de unas salidas decidieron estar juntos, compartir la casa y también la vida, antes no había tanta previa como ahora.
Al poco tiempo Rosa quedó embarazada y tuvo que dejar de trabajar. Las cosas se ajustaron un poco pero pudieron seguir viviendo con lo que Francisco ganaba en el almacén
Ahora, su primogénito Salvador tenía un año y medio y otro hijo venía en camino, y él, una vez más,
se encontraba sentado en un banco del muelle esperando que alguien lo llevara a trabajar. Pero el día pasó y nadie se le acercó, así que con el sol marcando casi el final de la tarde decidió volver a su casa, la humilde casa que afortunadamente Rosa había heredado de sus fallecidos padres y por la que no tenían que pagar un peso. De camino Francisco comenzó a preguntarse y a plantearse muchas cosas, tantas que en un momento se sintió mareado y tuvo que parar en una esquina para tomar aire y aclarar su cabeza. Apoyado contra un poste de luz, trató de pensar con claridad pero no pudo. Los recuerdos trataron de invadirlo y un nudo se fue formando nuevamente en su garganta como aquella vez, aquella vez que había construido esa muralla que lo defendía de cualquier ataque. Una vez más esa muralla se levantó para protegerlo y los recuerdos desaparecieron. Miró hacia la vereda de enfrente, un cartel en la puerta de un negocio lo ayudó; siempre que los recuerdos trataban de entrar a él buscaba algo para leer. Intentar descifrar qué decían esas palabras, o tratar de encontrar alguna que le sonara a su lengua era algo que siempre lo distraía cuando los recuerdos lo querían asaltar. Ese cartel era muy difícil, “Forrajería” no le sonaba a nada, más abajo leyó “Semillas”, se preguntó si tendría algo que ver con “semi” en su lengua, el negocio parecía indicar que sí. Cruzó la calle y echó una mirada adentro. Sí, ahí vendían semillas para sembrar, o semi, como diría él.
Pero quería llegar a su casa así que siguió caminando. No estaba lejos ya, trató de poner su mejor cara para no preocupar a Rosa, pero le fue difícil. Cuando estaba a unos pocos metros, una personita salió corriendo a recibirlo, Francisco corrió también a su encuentro, lo alzó, lo abrazó y le dio un beso. Pero al separarse un poco de su hijo, recordó a otro Salvador, a ese que había visto por última vez hacía más o menos tres años y que antes de partir le había dicho “Dio, se chiude una porta, apre un portone”. Vio en los ojos de su hijo el verde mar de su patria, vio en su sonrisa inocente la felicidad que él mismo tenía en otros tiempos, sintió en su abrazo los brazos de su padre, que lo había despedido para que vaya en busca de un futuro mejor. Su muralla protectora se había caído, los recuerdos habían avanzado. No le importó. No podía rendirse, no ahora.
Algo bueno tenía que salir de ese mal día, sin duda saldría adelante una vez mas. Con el ánimo renovado,  el corazón lleno de nuevas fuerzas y una idea en su cabeza, entró a su casa con Salvador en brazos, besó a Rosa y se sentó a la mesa, sin darse cuenta, con una sonrisa.
-¿Por qué estás tan sonriente hoy? – preguntó Rosa

-Perché Dio, se chiude una porta, apre un portone.





3 comentarios:

  1. "su mar… ese mar verde que lo había visto crecer en las costas de “la Sicilia” (...) que había traído guardado en sus ojos."
    Es genial el relato... No me explayo más en el comentario, porque estoy escuchando un portón abriéndose. Nos leemos luego!

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  2. Que pedaso de historia llevó en su espalda el abuelo, es increible, nunca me canso de escuchar sus pequeñas historias repartidas por ahi, mi abuelo fue y sera una cuenta pendiente en mi vida, expresa mucho este relato prima, muy bueno...

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