martes, 26 de noviembre de 2013

LA VIUDA LLAMA A REUNIÓN: UNA TARDE POCO COMÚN.



    -Más vale que te portes bien si no querés que te saque de la oreja, eh?


Di una vuelta completa con los ojos sin que ella me viera y murmuré un “sí”, mientras trataba de seguirle el paso a la señora que me llevaba de la mano casi a los tirones.

    -Ma, ¿vamos a llegar tarde? ¿Por qué vamos tan rápido?¡Me canso!

Mamá aminoró la marcha, a decir verdad creo que no tenía ningún apuro por llegar.

    -¿Por qué tenemos que venir?
    -Porque la tía nos pidió que vengamos
    -¿El tío dejó algo para nosotros?
    -¡Pero! ¡Qué va a dejar ese miserable!
    -Y entonces ¿A qué venimos? –Mamá se paró en seco, giró y se agachó para poder mirarme a los ojos.
    -¿Te acordás cuando llegamos a vivir a Santa Fe? ¿Y cuando estuviste internada? ¿Y cuando tu papá nos dejó? ¿Te acordás de haber visto a alguien además de a mí en todos esos momentos?
    -Sí, a la tía.
    -Bueno. No venimos por si tu tío nos dejó algo, venimos a acompañarla a ella y a demostrarle cuánto la   queremos.

La tía Tere había sido la única que nos había dado una mano de verdad en el poco tiempo que llevábamos viviendo en Santa Fe. En realidad era la esposa de mi tío, el hermano de mi papá. Mis tíos se habían separado al igual que mis papás, mi tío se había quedado con todo y había llevado a la casa a su nueva pareja. La tía Tere y mis primas se fueron a vivir a una casa prestada a unas pocas cuadras de donde vivía él. Mi tío había muerto a causa de una enfermedad que arrastraba hacía años y, como nunca se habían divorciado y él no dejó testamento, la tía fue con un juez a recuperar lo que le correspondía a ella y a sus hijas.

El motivo que nos llevaba a mi mamá y a mí a la casa de los tíos era una suerte de festejo, no por la muerte del tío Salva, no, no, no, era porque “por fin se había hecho justicia”, como decía la tía por esos días.
Teresa Albornoz viuda de Pavone había decidido restaurar su casa para empezar una nueva vida allí, sola. Y para eso había muchas cosas que tenían que irse, cosas que habían sido de don Salvador Q.E.P.D. y que, o molestaban, o le recordaban demasiado a él. Ropa, herramientas, fotos, souvenirs de viajes, en fin, un arsenal de recuerdos que ya no servían para nada, al menos no a ella. Así que había decidido convocar a un grupo de personas allegadas a la ex familia para distribuir todas esas cosas entre los que estuvieran interesados.

Cuando llegamos, la puerta estaba entreabierta así que entramos.

    -¡Permiso Tere! – dijo mamá.
    -¡Pasen! – se escuchó desde el fondo.

La tia estaba acomodando las últimas cosas en una caja para llevar al living donde ya había cinco cajas más prolijamente ordenadas con todo lo que había pertenecido a su ex y fallecido marido.

    -Hola Laura, gracias por venir a darme una mano con todo esto. Hola Piquito –me dijo apretándome la  nariz–Te estaba esperando con algo fresco.

Ese día hacía calor y era la hora de la merienda, así que sonreí con todos los dientes que me quedaban, porque ya se habían caído unos cuantos, esperando una chocolatada con facturas. Seguí sonriendo mientras la veía ir a la heladera, hasta que se dio vuelta y, en lugar de una taza, sacó un vaso de acero inoxidable. Si hubiese tenido mas dientes flojos, sin dudase hubiesen caído todos en ese momento. En la casa de esos tíos, el vaso de acero inoxidable era sinónimo de jugo de pomelo “Araya”. No sé, no me pregunten  por qué pero era así. Si había algo que mi voraz y poco selectivo apetito infantil detestaba era, justamente, el jugo de pomelo “Araya”. Y todo el mundo lo sabía.

La tía se empezó a reír al notar mi cambio de expresión, se reía mucho, de hecho. Se ve que fui muy evidente.


        -No te asustes. –Me dijo– No es jugo de pomelo, es chocolatada. Pasa que las tazas que había acá las compró tu tío y están en una de las cajas del living, por eso la preparé en este vaso –dijo, y siguió riéndose. –Ese jugo asqueroso siempre fue el favorito de tu tío, lo que es yo, no lo tomo nunca más. Si querés llevá la leche a mi pieza y tomala mientras ves la tele así tu mamá y yo ordenamos todo. Te compré dos cañoncitos con dulce de leche.

Esa era mi tía.

Agarré mi merienda y me fui a ver a los Cazafantasmas. Mientras merendaba se escuchaban algunos jirones de conversación; la tía decía:

         -Y nada, que van a decir. Ellas quieren que yo esté bien. Además saben muy bien lo que era el padre, no son ningunos bebés de pecho.

No entendí muy bien qué era lo que decía mi mamá, pero parecía que hablaban de mis primas. Si era así, era demasiado obvio que no eran bebés de pecho, si las dos tenían más de treinta.

Al rato comenzó a escucharse una tercera voz y más tarde una cuarta, y después de un rato ya había un murmullo bastante aturdidor. Me asomé por la puerta del pasillo que daba al living para ver quienes estaban. Vi a don Basilio, el señor del almacén, vi al cubano del barrio San Martín, estaba Cuky, la señora de la carnicería de la esquina, estaba… ¿el tío Víctor? Que raro… pero sí, ahí estaba. Y al resto no los conocía. Serían unos diez en total, además de mamá y la tía.

Volví a la pieza a seguir mirando dibujitos, los Cazafantasmas habían terminado así que puse el canal de la palomita, porque cuando en el canal que tenía muchos colores terminaban los Cazafantasmas, en el de la palomita empezaban Los Autos Locos o el Conde Pátola.

Al rato me aburrí y volví a asomarme por la puerta. La tía estaba hablando:

   -Contigo pan y cebolla, me decía el muy caradura. El pan me lo tuve que ganar yo, poniendo el lomo. Y si hay algo que abundó en esta casa fueron cebollas. Más de uno me vio llorando alguna vez, ¿o no?

Con esa frase me explicaba el olor tan particular que siempre había sentido en esa casa.

Salí al patio a ver si estaba la tortuga por ahí. La busqué un buen rato, entre las plantas, en el cuartito del fondo, en el pasillo, entre las plantas otra vez, hasta que me cansé y me senté en el suelo. El patio se veía muy lindo, estaba limpio, corría vientito y había sombra gracias a la enorme parra…la parra… ¡Los gusanos! Salí corriendo desesperadamente hacia la seguridad del marco de la puerta  que daba al patio y empecé a sacudirme y a hacer una especie de baile que pudiera sacarme de encima cualquier posible gusano que estuviera en mi ropa o en mi cabeza en ese momento. Los odiaba. Los odiaba casi tanto como al jugo de pomelo del tío. Esa parra estaba en el patio con el fin de dar un poco de sombra, ni siquiera daba uvas, solo gusanos. Es más, creo que si en algún momento la planta daba alguna uva, se la comían los gusanos. Eran enormes, medían como dos metros y tenían forma de collar de perlas, solo que eran verdes, el mismo verde de la parra.

En fin, seguía yo sacudiéndome sin parar para intentar sacarme los gusanos invisibles cuando apareció mi mamá.

    -¿Qué estás haciendo?
    -¡Ay,fijate, fijate, ma! ¡Creo que tengo un gusano en el pelo!

Mamá se rió sonoramente. Sabía que nada de lo que me diga para tranquilizarme iba a servir. Una vez me había dicho que esos gusanos después se transformaban en mariposas, y desde ese día mataba a todas las mariposas que aparecían por ahí. Así que simplemente me sacudió el pelo con la mano y me dijo:

      -Listo. No tenés nada. Andá a lavarte la cara que tenés dulce de leche de los cañoncitos y después vení conmigo.

Obedecí como pocas veces. Fui al baño, me lavé la cara y volvi con mamá, que estaba en el living. Las personas que quedaban tenían cada uno una caja o una bolsa con cosas que habían sido del tío, y ahora todos hablaban de otra cosa y tomaban mate.

Vi que el enorme sombrero traído de Paraguay ya no estaba. Menos mal, ya no tendría que cerciorarme que no hubiese monstruos detrás cada vez que iba a esa casa. Vi que en el piso algunos tenían a su lado bolsas con ropa, unas baldosas mas adelantes había cajas cerradas, y en frente de esas cajas, una caja metálica despintada que antes había sido azul. Había visto a mi papá llevar esa caja a casa algunas veces, adentro tenía un martillo, tres destornilladores, dos pinzas y algunas cosas más. Miré a la persona que se llevaba la caja.

    -Tio victor, ¿te llevás las herramientas del tío Salva?
    -¡Viste, Negro! ¡Ni la nena puede entender qué hacés vos con herramientas de trabajo –dijo la tía y todos se rieron a carcajadas.
    -Sí, querida. Las llevo porque me hacen falta. Valen mucha plata –dijo el tío.
    -¿Las vas a vender? –pregunté yo y nuevamente estallaron las carcajadas.

Mi tío, el “negro” Víctor era famoso por su afición a la vagancia, el “después voy” y la falta de amistad con medio barrio, en ese momento no tuvo más remedio que reírse, pero esa risa me dio miedo. Pienso que algún día el tío nos va a matar a todos.

En la mesa habían quedado algunas cosas sueltas y una caja. Me acerqué a mirar qué había. Saqué una bolsa azul, un poco pesada, que hizo ruido como de algo que se podía romper. La miré a la tía y le sonreí con los pocos dientes que me quedaban.

       -¿Viste, Piquito? Nadie quiso esas tazas feas que compró tu tío –me dijo, y me devolvió la sonrisa.

Debajo de la bolsa azul había un pedazo de madera rectangular con un alambre cruzado. Cuando lo saqué vi que del otro lado había una foto. Me quedé mirándola un buen rato. De repente me di cuenta que todos se habían quedado callados. Levanté la vista buscando a mi mamá, todos me miraban, incluso la tortuga, estaba en el living.

    -Ma –le dije mientras le mostraba la foto– ¿este es papá cuando era más viejo? –mamá sonrió, pero se le inundaron los ojos. La tía salió al rescate.
    -No, Piquito. Ese es tu nono, el papá de tu papá. ¿Te gusta el cuadro?
    -Sí, me gusta. También hay un caballo en la foto, es muy lindo. Pero ¿Por qué el nono no viene a visitarme?
    -Porque el ya no vive más. Estaba enfermo y era muy viejito, y murió antes que vos nazcas, por eso no lo conociste. Pero podés llevarte ese cuadro si querés, para recordarlo ¿qué decís?

Volví a mostrar mi sonrisa escasa de dientes, miré a mamá y también le sonreí a ella. Al final, esa tarde resultó mejor de lo que esperaba.




viernes, 22 de noviembre de 2013

OLOR A GOLPE


Si yo fuera una revista sin duda me llamaría “Ser Idiota Hoy”. Tengo un don para la estupidez, en serio, es algo que no puedo explicar, me sale natural.

A veces dudo, no sé si es estupidez innata o pura mala suerte, o las dos, o ninguna, no sé. Pienso que si fuera idiotez innata no tendría amigos, y los tengo, aunque quizás ellos sean tan idiotas como yo, no sé. La cosa es que, o idiotez o mala suerte me persiguen. Mis amigos me dicen que no pasa nada, que es idea mía, que todos hacemos idioteces de vez en cuando, pero sospecho que lo hacen para que no me sienta tan mal cuando me mando una.

La semana pasada, por ejemplo, estábamos estrenando la nueva canchita de básquet que hicieron en la plaza del barrio. Ninguno de nosotros tiene la más mínima idea de básquet, pero queríamos probar. Estuvimos un rato jugando, salpicándonos transpiración, buscando la pelota que se iba a la calle obviamente por culpa mía, en fin, pasándola bien… hasta que uno de los chicos dio la voz de alerta. Con un “¡Miren, miren!”  desvió nuestra atención hacia uno de los bancos de la plaza, donde acababan de sentarse tres chicas que ya nos estaban mirando. Retomamos el juego pero con una estrategia distinta, obviamente, la idea era mostrarnos.

Al rato de retomar el juego me di cuenta que las chicas habían empezado a cuchichiar  y cada vez que yo agarraba la pelota hacían esas risitas que solamente hacen las chicas. Empecé a ponerme un poco incómodo, pero uno de mis amigos me dijo:

                -¡Mirá como te miran boludo! ¡Andá a hablarles!

Yo dije que no, pero ante la insistencia de todos miré hacia el banco y les sonreí. Las risitas aumentaron.

                -¡Dale, dale, andá! – Insistían ellos y las chicas seguían mirándome.

Todos estábamos sin remera porque hacía calor, así que alcé la mia del suelo, me sequé la transpiración de la cara, respiré profundo y encaré a caminar.

Cuando me vieron las chicas empezaron a codearse, y entre medio de las risitas alcancé a escuchar un “Ahí viene, ahí viene”. Mis amigos atrás se reían y me gritaban  cosas para alentarme, yo empecé a tomar coraje y no apartaba la vista de las chicas.

Y ahí, cuando todo parecía cerrarse en un círculo perfecto, nuevamente apareció mi inseparable estupidez, mala suerte, lo que sea. La raíz de un árbol pareció emerger de la tierra justo delante de mi pie derecho. Mi visión de las chicas desapareció y de pronto el suelo pareció deslizarse velozmente hacia adelante y ascender hacia mi nariz. Un olor particular y desconocido invadió mi sentido un instante antes del impacto. Sentí un fuerte sacudón y después, silencio.

Me di cuenta que había tropezado con la raíz y la propia inercia de la caminata me había hecho volar unos metros hasta caer de jeta contra el suelo, justo unos pasos antes de la banco de las chicas.

Me levanté, me sacudí la tierra, me limpié la sangre de la nariz y el labio, me acomodé el pelo y, aunque un poco mareado por el golpe, seguí caminando como si nada. Pasé al lado del banco donde estaban las chicas que ya no se reían mas, pasé por los juegos infantiles, pasé por la vereda, crucé la calle, llegué a mi casa… ya acá estoy desde la semana pasada. 

No pienso salir más.

jueves, 14 de noviembre de 2013

LIBERTAD


Me Cansé. Cuando encuentres esta carta, yo, por suerte, ya voy a estar bien lejos de casa. Me cansé, por eso me voy. No puedo seguir viviendo con alguien que no me valora, por eso hoy voy a galopar una vez más en mi brioso corcel de dos ruedas para alejarme para siempre de vos.

No puede ser que apenas abrís los ojos ya estás rugiéndome órdenes como si yo fuera un esclavo. Me cansé de escucharte berrear porque, según vos, te dejo sola. Me cansé de no poder traer amigos a casa porque cuando viene uno o devorás con la mirada. Me cansé de escucharte cuchichiar con tus amigas sobre todos mis defectos.

Estoy harto, harto de no poder tener una vida normal, harto de ser amo de casa, enfermero, cocinero, crítico de novelas y podólogo. Esto no es vida para un hombre. Un hombre tiene que ser libre, tiene que poder rumiar lo que comió sin que alguien le diga lo asqueroso que es, tiene que poder cantar bajo la ducha sin que lo censuren, tiene que poder comer sin necesidad de escarbar en la heladera buscando algo que no sea lechuga.

No puedo seguir viviendo así, ya no más. No puedo estar con alguien que tiene tan malos modos, que le ladra a cualquiera que ose tocar nuestro timbre, que toree a cualquier mujer que nos cruce en la calle sólo por las dudas.

Basta, necesito aire, luz, lo que sea, pero lejos de ti. Llevo años sin dormir, cada vez que me acuesto graznás pidiendo algo que te olvidaste y yo tengo que levantarme a buscarlo. Jamás se me ocurriría decirte que no porque eso implicaría escuchar tus aullidos durante meses. Cuando logro que por fin tengas todo lo que necesitás y por fin te dormís, tus ronquidos hacen que sea imposible descansar, y, como siempre, me desvelo. Cuando quiero ver la tele para ver si así me vuelve l sueño, tengo que andar en cuatro patas o reptando por todo el living para tratar de encontrar el control remoto que sin duda escondiste para que no te cambie de canal

Cuando quiero probar algo que estás comiendo, siempre me gruñís y hasta llegaste a morderme (sabés bien que no estoy exagerando).

Mil veces encontré mis cosas revueltas porque a vos se te ocurre que escondo plata, rasguñás mis cajones como un perro que quiere esconder un hueso y dejás todo desordenado. ¡Ojalá hubiera algo de plata que esconder! pero no ¿Qué va a haber? Si cada vez que cobro mi sueldo me roés hasta dejarme sin una moneda.

Ni hablar cuando estás por “enfermarte”, ya conozco de memoria la sucesión de “síntomas”. Primero empezás con que estás incubando algo, después , entre quejas y reclamos hacés lo imposible para regurgitar lo que comiste y así poder echarle la culpa a lo que yo cociné. A eso le siguen tres o cuatro días de estar echada en la cama barritando de dolor, de estómago, de cabeza, del pelo, que importa? Al final el objetivo es el mismo: siempre que te duele algo la culpa la tengo yo.

Cuando por fin te levantás , lo único bueno es verte anadear de la cama al baño y del baño a la cama. Creo que todos esos días de padecerte valen la pena cuando te veo caminando como si hubieses estado empollando un huevo durante dos meses. Aunque, claro,  durante esos días apenas si puedo picotear algo. A veces quisiera poder maullar y que automáticamente alguien apareciera para darme de comer.

Pero se terminó, hoy todo eso queda atrás. Me voy, quiero salir a volar por la vida, a cazar, a aletear por las plazas, a nadar por los ríos o las lagunas, salir a lo que sea, pero salir, irme, lejos, bien lejos tuyo.

Chau mamá, no me extrañes.


viernes, 1 de noviembre de 2013

Gringo

Francisco respiró hondo y levantó la vista para ver de qué se trataba lo que le ofrecía su, hasta entonces, empleador.
-Gringo, creeme que lo siento mucho, pero tengo a toda la cana encima, si se llegan a enterar que tengo a un indocumentado  laburando para mi vamos presos los dos. Pensá que lo hago por tu bien y el de tu familia. Esto no es mucho pero te va a servir para que empieces algo.
“Esto” era un sobre con unos cuantos billetes adentro. Francisco lo agarró. Tenía un nudo en la garganta, su corazón estaba más acelerado que de costumbre, pero sabía que su muralla protectora no se podía derrumbar en ese momento. Se puso de pie, extendió la mando para saludar a don Osvaldo y con toda la fuerza y la tranquilidad de la que fue capaz dijo:
-Grazie
-Gracias a vos gringo, por ser de tanta ayuda. Si en algún momento vos o Rosa llegan a necesitar algo, no dudes en buscarme.
“Lo que necesito es seguir trabajando, más que nunca”, quiso decirle, pero se limitó a asentir y después de un “Buona sera” bien marcado dio media vuelta y salió.
El trabajo de ayudante en el almacén de ramos generales había sido lo primero que consiguió cuando llegó al país, hacía más o menos tres años. Como tantos otros, se había infiltrado en la tripulación del Giulio Cesare, un gigantesco buque mercante que atracó en el puerto de Santa Fe trayendo manufacturas y algún que otro sueño de progreso. Su padre había querido salvarlo del próximo enrolamiento, una guerra había dejado en ruinas a su país y se estaba reclutando un nuevo ejército. Francisco, aterrado, había dicho que prefería quedarse y luchar por su país si era necesario, pero no quería subir a ese barco. ¿Qué era América? ¿Dónde quedaba? Insistió con su padre para que lo dejara quedarse, argumentó lo bien que estaba yendo el negocio familiar desde que él estaba al frente y lo feliz que estaba de hacer algo productivo para su familia, no podía permitir que ese negocio que alimentaba a tanta gente se viniera abajo, pero don Salvador le dijo, como tantas otras veces:
-Dio, se chiude una porta, apre un portone
Y sin demasiadas vueltas salieron rumbo al puerto de Mondello, donde un marinero lo esperaba con un bolso y un uniforme que había robado para él.
Con lágrimas en los ojos y un abrazo que pareció eterno, Francisco abordaba el barco que lo llevaría hacia su futuro. Cuando el Giulio Cesare comenzó a moverse,  los marineros se acercaron a la baranda como era su costumbre para saludar y Francisco se acercó también para ver a su padre una vez más. Pero al verlo, no pudo contenerse más y rompió en llanto. “¿Qué voy a hacer sin vos, papá?” quiso gritarle, pero sabía que tenía que aparentar ser un marinero avezado. Sin embargo su padre, como adivinando su pensamiento, le gritó:
-¡D’amore non si muore! - y mientras el barco se movía y comenzaba a alejarse, él continuaba gritando - ¡D’amore non si muore! ¡D’amore non si muore! – Y Francisco se prometió que el amor por su padre y por su patria sería lo que lo mantuviera vivo.
Don Osvaldo lo había encontrado comiendo un pedazo de pan, sentado en un banco del muelle, con la mirada perdida en la inmensidad de un mundo nuevo. A media lengua y como pudieron ambos se hicieron entender y Francisco terminó yéndose a trabajar al almacén de ramos generales de don Osvaldo.
Al principio ambos tuvieron una gran lucha con el idioma, pero de alguna forma siempre lograban entenderse y poco a poco fueron aprendiendo algunas palabras de la lengua del otro y también sobre sus vidas.
Francisco resultó ser un hombre demasiado trabajador, quizás buscaba mantenerse ocupado para no pensar en todo lo que había dejado atrás, su padre, su tierra, su mar… ese mar verde que lo había visto crecer en las costas de “la Sicilia”, como él la llamaba, y que había traído guardado en sus ojos.
A los pocos meses de trabajo conoció a Rosa, una empleada doméstica que hacía sus mandados en el almacén de don Osvaldo. No pasó mucho tiempo hasta que comenzaron a entenderse, el con su precario español manchado, ella que con cariño lo ayudaba a expresarse. Después de unas salidas decidieron estar juntos, compartir la casa y también la vida, antes no había tanta previa como ahora.
Al poco tiempo Rosa quedó embarazada y tuvo que dejar de trabajar. Las cosas se ajustaron un poco pero pudieron seguir viviendo con lo que Francisco ganaba en el almacén
Ahora, su primogénito Salvador tenía un año y medio y otro hijo venía en camino, y él, una vez más,
se encontraba sentado en un banco del muelle esperando que alguien lo llevara a trabajar. Pero el día pasó y nadie se le acercó, así que con el sol marcando casi el final de la tarde decidió volver a su casa, la humilde casa que afortunadamente Rosa había heredado de sus fallecidos padres y por la que no tenían que pagar un peso. De camino Francisco comenzó a preguntarse y a plantearse muchas cosas, tantas que en un momento se sintió mareado y tuvo que parar en una esquina para tomar aire y aclarar su cabeza. Apoyado contra un poste de luz, trató de pensar con claridad pero no pudo. Los recuerdos trataron de invadirlo y un nudo se fue formando nuevamente en su garganta como aquella vez, aquella vez que había construido esa muralla que lo defendía de cualquier ataque. Una vez más esa muralla se levantó para protegerlo y los recuerdos desaparecieron. Miró hacia la vereda de enfrente, un cartel en la puerta de un negocio lo ayudó; siempre que los recuerdos trataban de entrar a él buscaba algo para leer. Intentar descifrar qué decían esas palabras, o tratar de encontrar alguna que le sonara a su lengua era algo que siempre lo distraía cuando los recuerdos lo querían asaltar. Ese cartel era muy difícil, “Forrajería” no le sonaba a nada, más abajo leyó “Semillas”, se preguntó si tendría algo que ver con “semi” en su lengua, el negocio parecía indicar que sí. Cruzó la calle y echó una mirada adentro. Sí, ahí vendían semillas para sembrar, o semi, como diría él.
Pero quería llegar a su casa así que siguió caminando. No estaba lejos ya, trató de poner su mejor cara para no preocupar a Rosa, pero le fue difícil. Cuando estaba a unos pocos metros, una personita salió corriendo a recibirlo, Francisco corrió también a su encuentro, lo alzó, lo abrazó y le dio un beso. Pero al separarse un poco de su hijo, recordó a otro Salvador, a ese que había visto por última vez hacía más o menos tres años y que antes de partir le había dicho “Dio, se chiude una porta, apre un portone”. Vio en los ojos de su hijo el verde mar de su patria, vio en su sonrisa inocente la felicidad que él mismo tenía en otros tiempos, sintió en su abrazo los brazos de su padre, que lo había despedido para que vaya en busca de un futuro mejor. Su muralla protectora se había caído, los recuerdos habían avanzado. No le importó. No podía rendirse, no ahora.
Algo bueno tenía que salir de ese mal día, sin duda saldría adelante una vez mas. Con el ánimo renovado,  el corazón lleno de nuevas fuerzas y una idea en su cabeza, entró a su casa con Salvador en brazos, besó a Rosa y se sentó a la mesa, sin darse cuenta, con una sonrisa.
-¿Por qué estás tan sonriente hoy? – preguntó Rosa

-Perché Dio, se chiude una porta, apre un portone.