En mi infancia y luego en mi adolescencia, siempre me gustó una cancion de Eros Ramazotti llamada "Fabula", lo unico que no me convencía era el final, no lograba entenderlo. Bueno, me decidi a relatar los hecho de esta fabula segun mi cabeza y segun el final que alguna vez me imaginé. Aquí estan los resultados.
MI FABULA.
El amaba pasar sus horas en el bosque, como todo joven,
despreocupado de la vida, se sentía libre haciendo lo que le gustaba, y lo que
le gustaba era estar en el bosque imitando a los arboles. Nunca supimos bien
porque le gustaba hacer eso, era un juego raro que comenzó cuando era un nene.
Le gustaba ir al bosquecito, arremangarse su camisa, descalzar sus pies y tomar
una posición parecida a la de algún árbol, decía que así podía aprender muchos
secretos del bosque. Todos los días era la misma rutina: llegaba de la escuela,
tomaba su merienda y se iba corriendo al bosque, a seguir aprendiendo secretos,
que por cierto nunca compartió con nadie, será por eso que nunca le creí.
Asi fue hasta que, ya
pasados unos años desde que le dio inicio a este juego, una tarde no volvió. La
naturaleza le había concedido lo que el tanto anhelaba, y esa tarde pasaría a
formar parte del bosque. Sus pies descalzos en la hierba fueron hundiéndose en
la tierra en busca de una refrescante humedad, sus brazos se extendieron aún mas
de lo que él podía imaginar, su cabello se alargó y comenzó a emanar un aroma
fresco, como el olor de la primavera, su cuerpo se endureció y ya no pudo
moverse, pero a la vez se sentía
fuerte y resistente. El céfiro comenzó a
soplar y los arboles a su alrededor comenzaron a moverse, como haciendo una
reverencia para darle la bienvenida al bosque. La lluvia comenzó a caer y mojó
sus hojas, y los animales silvestres
vinieron a refugiarse en él. “Esto es lo
que quería, ya no necesito mas nada”, dijo, y se durmió.
Era feliz. Todo lo que necesitaba estaba a su alcance. Hasta
que un día, unos ojos profundos como el azul del cielo llegaron para perturbar
su quietud. Sintió que su raíz se estremecía al observar a una linda mujercita
acercarse hacia él. Ella caminaba con una gracia desconocida , tenía el cabello
negro como la noche y una sonrisa que opacaba la luz del sol. Ella se sentó
bajo su sombra, sacó un libro y comenzó a leer. ¡Que desconcierto repentino se
generó dentro de él! ¿Que era lo que le ocurría? ¿Porque no podía dejar de
mirarla? El no podía soportar tenerla tan cerca sin poder acariciarla, intento
alargar sus ramas y movió sus hojas para mostrarle que estaba allí, con ella,
pero fue inútil. Se quedó inmóvil, observándola todo el tiempo que estuvo allí.
Al cabo de un momento ella se paró y comenzó a alejarse, pero no alcanzó a dar
unos pocos pasos cuando giró, miró al árbol y se sonrió, “Mañana voy a volver”,
dijo para sí, y se alejo corriendo. El sintió un vacio tan grande como jamás
antes lo había sentido, ni como hombre ni como árbol, no entendía por qué ya no
era feliz siendo un árbol, quería salir corriendo detrás de ella y abrazarla,
pero ya no podía.
La noche fue larga y la mañana aun mas. Pero llego la tarde
y sus ansias crecieron. Un poco antes del ocaso, sus ojos de aguamarina
aparecieron nuevamente y el volvió a vivir. Su savia comenzó a fluir nuevamente
y sus ramas se alegraron, se sacudió entero dejando caer una lluvia de hojas
como obsequio para su amada. Sí, la amaba. Ella sonrió alegremente sin
entender, no importaba, ya estaba allí.
Cada ocaso era la muerte para él, la luz del sol se
extinguía y ella partía, prometiendo siempre, a ella misma o, quien sabe, a él,
que volvería. Cada día ella regresaba y él reverdecía. Ella lo eligió, era su refugio, y él sabia que aunque
llegara el ocaso, ella volvería.
El tiempo pasó y el anhelo de poder tocar a su amada era
cada vez mas grande. Ese dia, a comienzos del otoño mientras esperaba que
llegara la tarde algo pasó. Ella llegó antes de lo habitual, pero no venía
sola, un joven tomaba dulcemente su mano, y ambos se sentaron al resguardo del
viento bajo su copa. El no sabía qué ocurría, estaba desconcertado. Los jóvenes
reían y hablaban en un tono muy cómplice. De repente, el joven sacó de su bolsillo
un estuche y tomando la mano de su compañera y ofreciéndole una anillo le
propuso matrimonio, él sintió que su raíz se secaba y su corazón de hombre se
hacía trizas. Ella sonriente y con lagrimas en los ojos dijo que sí y ambos se
fundieron en un abrazo que a él le pareció eterno. Ambos tomaron una piedra y
escribieron sus iniciales dentro de un corazón en la corteza del árbol. Fue el
dolor mas grande que sintió en toda su vida, no tanto por la marca, si no
porque allí estaban inmortalizando la separación definitiva entre el y su
amada. Los jóvenes se fueron, y el se quedó solo, con su dolor. Sus hojas
perennes se tiñeron de amarillas y de a poco comenzaron a caer. Ella, ya no
volvió.
El tiempo parecía haberse detenido. El otoño había pasado y
el crudo invierno había secado prácticamente todo el bosque, la primavera
estaba cerca, pero a él no le importaba, no había flores que se igualaran a su
belleza ni perfumes que se parecieran al de su piel. No quería vivir mas, sus
hojas habían caído por completo y su tronco parecía estar secándose, no le
importaba.
Pasaron cuatro largos y tristes años, el árbol se había
secado casi por completo, solamente subsistía su raíz bajo la tierra, al abrigo
de quien sabe qué esperanza. El sonido de una risa familiar lo despertó de su
letargo, ¿Sería posible que haya vuelto? Sus ojos nublados alcanzaron a divisar
una silueta que luego fue tomando una forma conocida. Era ella, había
regresado. Pero esta vez tampoco estaba sola. Una pequeña niña corría delante
de ella en señal de juego, sin duda era su hija, la belleza de esos ojos de
cielo no podía repetirse de otra forma, tenía que ser su hija. El intentó
volver a dormir, ya había sufrido demasiado. Pero de pronto sintió algo raro,
ambas mujeres estaban a su alrededor “arreglándolo”. Le quitaban las ramas
viejas, le pusieron tierra nueva y le llevaron agua para su raíz. Ella estaba
triste por él, el lo sabía, y se sintió culpable por ser quien provocara la
desaparición de esa sonrisa inigualable. Después de tanto tiempo el pudo
comprobar que también le importaba a ella y puso todo de sí para recuperarse,
quería
verla feliz, sin importar donde o con quien, si ella era feliz, el también lo
sería.
Ella comenzó a venir diariamente otra vez algunas veces con su
hija, quien jugaba en una hamaca puesta en sus ramas, otras también con su esposo. Ya no le
importaba, le bastaba con verla y a veces con lograr acercar sus ramas hacia
ella. Era su razón de ser, a su manera, pero lo era.
Los días pasaron, los meses, los años… Ambos envejecieron, y aun así
ella siempre tenía un buen libro para leer bajo sus ramas y él, una lluvia de
hojitas para regalarle.
Un día, ella llego tarde a la cita, se la veía cansada, abatida
por el paso del tiempo. Se sentó con dificultad y miró hacia arriba, “Mi amigo, si tus ramas
hablaran…” dijo, él sintió que su corazón se paralizaba, era la primera vez que
le hablaba. Ella se quedó un rato sentada y luego, con dificultad se levantó y
se fue. Como la primera vez, giro sobre sus pasos, lo miró y le dijo: “Gracias
por tan lindos momentos”. El nunca más
volvió a verla.
Ella murió unos días después sin saber que al día siguiente de su
última visita, habían talado a su querido árbol. Con la madera, fabricaron un
ataúd, el más fuerte, y de mejor calidad, el ataúd que su esposo eligió esa
noche para ella.
El nunca había podido acariciarla. Ella nunca supo que el la
amaba. Ahora, el la tenía entre sus brazos para siempre.